Paseando las arriscadas callejas de Moratalla que suben hasta el castillo, el viajero siente un silencio mediaval. Parece que el tiempo se hubiera detenido. Se suceden los adarves, las barandas y revueltas, los balcones de forja, los cercos de las ventanas y los aleros pintados de alegres colores. La vida discurre plácida y silenciosa, como un regalo, ajena al vértigo de las grandes ciudades.
Moratalla es un tesoro forestal, tierra de altos miradores, de azucaques, conventos y ermitas, de leyendas y apariciones.
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